Todo este párrafo puede ser leído en por lo menos dos dimensiones, porque aplica bien en la forma obscena en que oposición y Poder Judicial le bajan el precio a la vida de Cristina, pero se refiere al racismo férreamente adosado a un sentido común argentino en relación a los pueblos preexistentes al Estado Nación.

Los abusos a repetición que se cometen contra ellos solo son posibles en el contexto de una sociedad que a poco de rascarla muestra la antigua y fundacional condición de esclavista. Cada vez menos camuflada, al vertiginoso ritmo de retroceso cultural en el que viajamos, dentro de poco alguno va a proponer volver a 1812.

Los pueblos que eran soberanos, algunos de ellos hasta mucho después de la conquista, hoy son seres humanos de descarte cuyas mujeres son cosas que se trasladan y se devuelven, aunque eso reviva heridas históricas que nunca cicatrizaron porque nunca fueron admitidas. Los genocidas nunca admiten lo que hicieron; son los catedráticos del negacionismo.

A veces basta retroceder en la propia historia para encontrar el momento en el que lo que era invisible se reveló. Estaba por irme por primera vez al Macchu Picchu, y me diagnosticaron talasemia, que es una anemia que tienen algunos descendientes de la Italia del sur. Resultó ser leve, pero estaba impactada porque mis frágiles glóbulos rojos venían de Calabria. Puede que fuera obvio, pero se volvió literal. En mi interior estaba Calabria, en mi sangre.

Y fui al Cusco con esa sensación rara, y allá me llené de sensaciones mucho más raras y abrasadoras. En la mayoría de nuestros países había dictaduras, era la época del Plan Cóndor. Y en un tren lleno de adolescentes de diferentes acentos del castellano sonó fuerte Ojalá, que todos conocíamos aunque estaba prohibida.

De modo que mi aterrizaje en un paisaje netamente latinoamericano, en ese laberinto de piedra al que Neruda había llegado en mula, fue una explosión de vida viniendo de la opresión de este país, y fue además la revelación de todo lo que en una sucesión de ideas alucinadas hizo sentido y me cambió para siempre.

Nunca más pude dejar de ver a un indio, como muchos de ellos se llaman sarcásticamente a sí mismos, sin verme a mí también. Porque desde mi condición de asfixiada, de reprimida, de acallada en una Argentina cuyo ministro de Economía, un descendiente del mayor beneficiario de la Campaña del Desierto, implantaba el neoliberalismo, no pude dejar de ver que desde hace cinco siglos hay una historia que se repite. Que todos somos indios, porque cuando molestamos se nos estereotipa y se nos cosifica para justificar el daño que nos hacen.

Sector a ser disciplinado o dominado, pasa a ser indio. Minoría o mayoría que quiere descolonizarse, pasa a ser indio. Cualquier lucha iniciada desde la indignación o desde la impotencia, pasa a ser de indios a los que hay que imponerles un credo y hacerlos olvidarse de su historia, de sus ancestros, de sus tradiciones, de sus santos o sus dioses, de sus héroes y heroínas, de sus misterios. La idea de la eliminación del otro no empezó en el siglo XX. Había ocurrido cinco siglos antes, cuando la supremacía europea bajó de los barcos.

¿Podemos pensar en una patria justa y soberana en la que los pueblos preexistentes al Estado Nación no sean reivindicados? ¿Se puede cambiar la matriz de dominación eligiendo esta pieza sí y esta pieza no?

Lo que debe cambiar es el paradigma. Y el modelo de país y de región con el que soñamos con matices desde hace más de doscientos años, nunca será posible ni podrá ser consolidado si no abrimos la memoria, la verdad y la justicia para los que estaban aquí miles de años antes de que llegara la colonización. Sin comprender ese pecado original y sin repararlo, ese sueño no está completo.

También está claro que no podremos ser hospitalarios con ellos tanto como ellos lo hicieron con quienes luego los masacraron, si no somos dueños de casa. Estas tensiones que atravesamos y que son profundamente dolorosas, no son ajenas a que en muchos aspectos reales funcionamos como una colonia. Si fuéramos soberanos, estoy segura de que habría respuestas que hoy parecen imposibles. Alguien, alguna vez si es que vencemos, les pedirá perdón en nombre del Estado argentino, y hará que esa realidad efectiva los abrace.

SANDRA RUSSO